16 de noviembre de 2007

A Propósito de Monumentos y Vivencias


Vivir no es lo que uno lleva en años o en cifras de tiempo y espacio, vivir es todo aquello que tenemos para contar, porque son esos momentos los que nos definen lo que hemos vivido, porque la vida es para contarla… es vivir para contarla. Con esta profunda y a su vez evidente forma de ver las cosas, Gabriel García Márquez define a su modo literario de ver al mundo lo que él considera el sentido de la vida, expuesto en su primer volumen de sus memorias nos aleja de esa idiosincrasia macondiana, nos expulsa de la ribera de río magdalena o de los rezos a los que se expone cada puerto de sus miles de páginas alabadas por la crítica y en ocasiones lambonería periodística y académica. No en vano estoy aquí reseñando una filosofía a lo Gabo, pero en su sentido de ver la vida más allá de un reloj de arena es que me limito a esos monumentos en los que uno por medio del cuento echa a volar esas vivencias propias de un aventurero.

Miles de voces se unen en las etapas de nuestra existencia, nos remiten a canciones o en entusiastas caminos, en la maduración sin cita de nuestra fecha de natalicio, en la juguetona personalidad que nos gusta forjar, en esa mirada de niño cuando la piel comienza a madurar más allá de lo que una inocente maldad pueda permitirnos continuar, somos parte de esa sombra que al ritmo de la luz se esconde o se evidencia en el caminar, somos esas olas de mar que sin sentido alguno da a los poetas o enamorados un símil de sus pasiones, ese concreto de nuestras llamadas o ese asfalto de nuestras esperanzas.
Aprendemos a dar nombre a las cosas, a insultar y perdonar, a sacrificar seudónimos a cambio de nombres reales, de pasiones lujuriosas o de suspiros llenos de diminutivos innecesarios, vagamos cual hoja de biblia en habitación de adolescente, dejamos en el rumbo del algebra de baldor el deseo de encerrarnos, figuramos en el equipo pero no somos parte de él, sencillamente bailamos con el hambre de los desesperados.

La esperanza se viste a la moda, nos coquetea con el consumo amargo de la tradición audiovisual, nos arremete con confianza en un mar de miedos y sorbos, vestimos de etiqueta a la cotidianidad para explicar su sentido. Vigilamos nuestro nochero con hambre, observamos el techo de nuestra habitación en la oscuridad de la madrugada, bajo un insomnio cómplice y mundano, vemos en la pared ese vacío que algún afiche o algún episodio pasado nos ha marcado el pecho, inclusive el olor a sexo es ahora un mito y no un recuerdo, es esa nuestra guarida la que convertimos en madriguera, por supuesto, con la dignidad en el marco de la puerta y el ego encerrado bajo llave en un cajón.

Somos agentes de cambio, en ocasiones negociamos el cambio de agentes, vivimos de prisa sin querer encontrar paz, pero santificamos fiestas en nombre del deseo, divertimos a extraños y nos volvemos amigos de la indiferencia, eso es lo que nos vuelve humanos, el sentir, el experimentar, el juzgar y el lamentar para luego esculpir con orgullo y gloria nuevos monumentos que dejen en evidencia esas hazañas de las que hoy nos sentimos inútiles, o por qué no, héroes.

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