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Ha pasado mucho
tiempo desde que dejé la los actos sacramentales de lado en mi agenda del día a
día. Quizás en un ejercicio de rebeldía o de pretensiones menos elocuentes,
forjé caminos tallados en muchas emociones para dar respuesta a mi curiosidad y
a mis temores en deidades y sucesos poco comprensibles.
En los últimos
casi diez años viaje por distintas veredas de fe y de dogma. Aprendí a respetar
aún en la desconfianza, a dejar pasar todo aquello que tenía algún sentido
sacro pero que dentro de mi estela del juicio no cabría o sería aprobado. Un viaje
de más casos de curiosidad que de redención como tal. Encontré pues en uno de
esos caminos el punto de retorno adecuado para cada etapa de mi vida,
terminando siempre en el mismo lugar, con las mismas preguntas, con nuevas
preguntas. Con respuestas que en el paso de los días aprendí a apreciar, a
darle sentido a lo que en otro momento era angustia o verborrea.
En los últimos
meses, cerca de 24 quizás, retomé en ese desdén de la vida las preguntas que había
dejado guardadas bajo la almohada. Las retomé para dar respuesta a las
plegarías que retumbaban en las paredes del hogar familiar. Las retomé como el
desesperado que busca las llaves, para darnos cuenta después del trayecto que
siempre las tuvimos en el bolsillo.
Preguntas que
me llevaron a reflexionar sobre esta vida y la otra, tiempo en los que aún
tomando distancia del sacramento me daban suficiente energía y argumentos para
rehacer el discurso en el que me habría desvanecida, quizás, con el juego
limpio de la culpa (o la zozobra).
Comprendí que
el hombre es hombre en las palabras de quien le pronuncie, que el niño será
siempre niño en el corazón de quien lo estime y le lleve con amor. Comprendí
que el silencio es la base de todo, no el fin de todo. Que el amor trasciende
la tarima y se despliega sobre todo lo que llamamos llanura.
Durante estos últimos
meses tuve la oportunidad de participar de tres actos litúrgicos católicos, en
todos los casos tuve el impulso de comulgar el cuerpo de Cristo, a la final,
todo quedó en eso, en el impulso de ir a tomar la comunión, sin embargo, detrás
de tal impulso surgieron con la misma potencia muchas preguntas y deseos,
nuevas reflexiones, caminos que empezaban a dibujarse en la llanura, como el trayecto
que se despeja con la niebla.
Durante la
mañana de hoy domingo de resurrección junto a mi enamorada asistimos a misa con
el ánimo pues, de dar de parte nuestra, la entrega de amor y fe a aquello a lo
que tanto le damos de vida. Así, con el corazón en la mano y llenos de vida y
entusiasmo persignamos cada oración, palabra y recuerdo que consideramos,
debíamos de ofrendar.
A diferencia
de las dos oportunidades del pasado, dónde todo radicaba allí, en el pasado, en
la misa del domingo de resurrección sentí las variaciones del alma y el cuerpo
jugando a una partida de Ping Pong con cada pedazo de la memoria. Comencé a
recordar cada juego de cartas que mi padre componía como oraciones para
entregar al Señor, como el herrero que entrega sus mejores armas para el
ejército del Feudo, mi Padre, con su amor y eterna plegaría, daba composiciones
a cada Santo con sus peticiones. Recordé así, a ese hombre que me enseñó el don
del amor, que me dio de su mano la fuerza para emprender cada terca idea, aquel
hombre que con su nobleza daba el consejo no pedido, en el momento más adecuado
que mi intransigente juventud pudiese reclamar.
El miedo del
futuro, lo incierto de la vida, lo débil del cuerpo y el alma.
Los temores de
la salud y la prosperidad. Esos pedacitos de muerte que se van juntando en los
anaqueles de la mente para desdibujarnos un escenario y construirnos otro de
incertidumbre, miedo, angustia, de desespero. De canciones rotas, de decisiones
a tomar. Nuevamente el pasado hacía presencia llevándome a la memoria de la
infancia, donde el Padre Efraín daba misa en una humilde capilla.
Efraín fue de
esos hombres que con su carisma lograba el afecto de toda la comunidad,
donaciones, abrazos, flores, frutas. Un hombre que con su paciencia y muy joven
edad demostraba que el sacerdocio era un oficio para todo aquel que quisiese de
verdad dar su vida al Buki, y no, como se pensaba en mi infante vida, que era
oficio de ancianos y sabios. Recordé cómo los niños (incluido el suscrito) buscaban
acercársele y servir de ayuda en la misa, lo recordé como el Rockstar que fue.
El presente es
un valor supremo porque es lo único que nos queda, porque de este se desprende
cualquier futuro o se construye cada pasado, allí, en ese presente, me
entregaba en olas de silencio a cada oración que la misa de resurrección
premiaba, daba paso a la diatriba con cada recuerdo, con cada imaginario de
futuro, pensaba en mi esposa y me aferraba a ella como única condición de mi
tiempo.
Permitirnos
entonces en un encuentro nuevo consigo mismo, hallar más frutos que cualquier jornada
de Bingo en un cuartel de la tercera edad. Brinda la calma y el miedo que todo
ser de mi edad necesita.
Me empuja como
un juego de pulso en un reloj de pared, sentir emociones rebosantes de vida y
de muerte, recordar lo que es ser humano, volver a preguntarnos todo, a
exigirnos respuestas y a abrirnos caminos que la mente había sellado. A retomar
nombres, paisajes, excusas, silencios, mareos.
Finalizada la
liturgia y camino a casa no podía manejar mis silencios, como si mi mente
jugase con ellos y diera sinfonía a cada recuerdo o a cada posible escenario de
futuro. Buscar la calma al interior de la carne, lejos de la duda, cerca del
corazón.
Recordar, para
vivir.
AV
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